Souvenirs apocalípticos del Bicentenario
Sobre la obra de Julián D’Angiolillo en Tecnópolis
21 de agosto de 2011. Domingo al mediodía. Me tomo el tren que va desde Retiro a José León Suárez, para bajar en la estación Migueletes. ¿Adónde voy?
Al Parque Tecnópolis del Bicentenario, en Villa Martelli. Acompañada por una amiga extranjera, llamábamos un poco la atención hablando en inglés en el tren. Habrá sido por eso que una señora asumió que nos dirigíamos a la nueva atraccion martelliana y sin que le hubiéramos preguntado nada nos dijo “Tienen que bajarse en la próxima, ojo que hay que caminar mucho hasta el micro”. Bajamos y, bueno, sí, unas dos cuadras, algunas piedritas, nada muy complicado, pero a veces las señoras exageran. Igualmente después nos esperarían otra caminata y otras piedritas, esta vez un poco más grandes.
Cruzamos una calle y caminamos por un senderito al costado de la General Paz, donde un colectivo 28 con su tradicional chofer malhumorado estaba aguardándonos. Después de un viaje de unos diez minutos ya estábamos en las puertas del predio. Fuimos recibidas por dos simpáticas chicas vestidas con el uniforme negro, que al preguntarles por la ubicación de Antrópolis nos respondieron: “¿Realmente quieren ir ahí? Miren que no hay nada, eh”. Teníamos que pasar la pared de fuego, nos dijeron. Me sentía dentro de un videojuego. Aunque después de entrar todo se pareció más bien a una feria como Expoagro o algo por el estilo, por la enorme e impresionante maquinaria agrícola que encabezaba la fila de stands, con sus banderas y puestos de comida al paso. No vi ninguna pared de fuego (lamentablemente, porque me dijeron que estaba buena) y de inmediato reconocí la mega-instalación (¿obra?¿ambiente? ) en la que Julián D’Angiolillo y un numeroso equipo trabajaron durante varios meses.
Antrópolis es difícil de describir. Bastante. Es un predio grande, que abarca una superficie de aproximadamente una manzana: un modelo de ciudad a escala, con pequeñas calles de tierra, donde podemos encontrar algunos postes de luz, mucha chatarra y piedras, el esqueleto de un Renault 12 quemado, hierros, alambres y escombros. Nada muy diferente de un terreno baldío cualquiera, o incluso de muchos sectores de Buenos Aires cercanos al río – seguramente el Riachuelo esté bordeado también por chatarra de este estilo. El contenido tradicional de un volquete, desparramado en voluminosas montañas. Eso fue lo primero que vi de Antrópolis.
Apenas nos acercamos al lugar puede divisarse un pasacalle que nos indica que hemos llegado a destino: “Antropolis – Nunca nunca hay cover” Esto resulta una suerte una frase en código para el público de la exposición, que cree, en su mayoría, que Antrópolis no forma parte de Tecnópolis,es más, ni siquiera sabe que está parado sobre un pedazo de tierra conocido por ese nombre.
Intrigada, le pregunté entonces a Julián por el origen de este cartel. La frase refiere a una búsqueda casual en Internet de la palabra que da título a la obra: “la googleé para ver que aparecía y encontré una discotheque muy famosa en Monterrey, México, que se llamaba así… uno de los slogans del boliche es “nunca nunca hay cover”… y me gustó… hay algo en eso de “nada sucede dos veces” o “no hay posible planificación” que me parecía genuino con el proyecto… cover puede ser tambien cobertura, refugio además, y algo de la precariedad se transmite en eso”
La improvisación y la espontaneidad parecen haber sido claves en la elaboración del proyecto. Hay sectores que incluso fueron dejados tal como estaban, como un conjunto de plantas “silvestres” pertenecientes al baldío original (Tecnópolis está montada sobre lo que fue el Batallón 601 del Ejército, y en este preciso lugar solía haber un cañaveral). La principal sensación que percibo a medida que me adentro en el lugar es de confusión, extrañamiento. Los límites de este espacio son difusos y el terreno muy accidentado. La obra está delimitada por vallas que la separan del resto de la exposición, pero hay también hay vallado dentro de la obra-ambiente misma: en esta especie de ciudad miniatura las únicas construcciones que vemos son paneles de madera dispuestos a modo de cortina, como los que se usan para tapiar los edificios demolidos. Algunos tienen incluso pintadas políticas y viejos afiches de papel. Son las únicas estructuras que le dan forma a esta “ciudad”. Otra montaña, llena de escombros también, posee unas grandes lámparas redondas, embutidas dentro de la masa de tierra y chatarra. Restos de alumbrado urbano se mezclan con cubiertas de goma, hacia las cuales unos chicos apuntan intentando embocar unas piedritas.
Recorro un poco más el lugar, que tiene varios sectores ocultos: no olvidemos que la palabra clave aquí es “relieve”. Incluso el mismo creador de la obra ha llegado a referirse a ella como “land art”, denominación con la que coincido plenamente. Es una obra que se conoce con los pies. Doy unas vueltas más y me siento un poco mareada, en un momento casi resbalo hacia un zanjón entre dos montañitas sobre el que había una una cinta con la leyenda “Peligro”, la cual ignoré pensando que se trataba de una ironía más de las que D’Angiolillo planta en el paisaje. Después me contará que los organizadores de la exposición la colocaron allí ya que algunos sectores de la instalación no estaban autorizados para el acceso al público. La seguridad primero.
Hay una constante tensión entre Antrópolis y Tecnópolis, ya que, a pesar de formar una parte de la otra, la primera no es reconocida como existente ni por la mayoría de los asistentes (“¿Sabés que es esto?” me preguntaron dos curiosos al pasar) y aún menos por la policía que de a ratos la custodia. Parece, más que una obra de land art, un extraño experimento social.
Algunos niños corretean subiendo la pendiente hacia la montaña/mirador, otros se sacan fotos sentados sobre los caños, se divierten como si jugaran en la calle. Otros cruzan la instalación a paso firme, ansiosos por ir a conocer alguna otra maravilla tecnológica.
“Futurología no se puede hacer” dice uno de los varios pasacalles que cuelgan entre postes de alumbrado, surcando las improvisadas calles de tierra. Y, verdaderamente, no se puede. Por más que la estadística y sus ciencias amigas nos hagan creer que sí, que el futuro será tal como lo planeamos, como lo soñamos, no debemos olvidar que todo… puede fallar.
¿Será esta ciudad fantasma, este barrio baldío, lo que quedará después de que la Feria de Homenaje a la Generación del Bicentenario haya caido en el olvido? ¿Serán estos escombros lo que sobreviva a la ciudad de Buenos Aires que – tan eterna como el agua y el aire – podría algún día convertirse en ruinas?
Sigo caminando por el terreno escarpado, subiendo a una parte alta de estas montañas de tierra y escombros, y me surgen cada vez más preguntas. Mientras me sumo en la contemplación del atardecer, mensajes superpuestos suenan a todo volumen a través de grandes parlantes (son parte de una interesantísima instalación sonora a cargo de Pablo Chimenti) y reconozco el discurso de inauguración del aeropuerto Ministro Pistarini, conocido hoy simplemente como Ezeiza. El aeropuerto del futuro. Casi me siento divisar la pista sentada sobre un caño de hormigón en este mirador vallado. Cuando llego a un punto alto veo toda Tecnópolis desde lejos, con sus stands y sus carteles, y al fondo la avenida, con sus edificios altísimos, con sus autos veloces, con sus casas suntuosas del otro lado de la General Paz.
Antrópolis se parece demasiado al conurbano. Mientras las luminarias entran en funcionamiento (incluso aquellas que aparentemente estaban rotas e inmersas en las montañas de escombros) la luz se vuelve fría, y admito que empiezo a sentir una ligera angustia, parecida a la que se siente cuando se está solo caminando por la noche, en una plaza vacía. Me siento un poco lejos de casa, como buena porteña que soy, mientras el sol se pone sobre la ciudad fantasma donde el viento hace levantar tierra y mover los hilos de unos pasacalles que están a punto de volarse.
¿Será en realidad Antrópolis, más que una especulación sobre el futuro, un recuerdo del presente? ¿De su precariedad, de su endeblez, de la decadencia de las utopías que algún día parecieron realizables pero que se vieron reducidas después a un terreno baldío? ¿Habrá lugar, en esta Gran Feria del Progreso, para no encandilarse con las luces de neón, para pensar en las cuentas pendientes y pararse en el mirador para ver cómo están las cosas algunos metros más abajo?