Los Emiratos Arabes Unidos, la museomanía y la arquitectura del ready-made

Los Emiratos Arabes Unidos, la museomanía y la arquitectura del ready-made

Publicado en Mamá Lince #1 – Agosto 2011

Un extraño fenómeno de urbanización viene desarrollándose hace unos años en los países árabes: la gestión de proyectos inmobiliarios grandilocuentes, que cotizan a decenas de miles de dólares el metro cuadrado y que se encuentran comprados por grupos de inversionistas que no se han encargado siquiera de habitarlos. Pisos enteros de edificios habitados por fantasmas, como si el espíritu de la especulación financiera necesitara de un espacio físico donde morar. Pero, ¿cómo atraer gente a este nuevo paraíso del lujo y la hotelería? Hace demasiado calor, las playas son similares a cualquier otra playa cercana al Ecuador y la ubicación es un poco periférica. ¿Entonces?¿Qué hacer?… Eureka! Museos.

En la página web del diario The New York Times podemos ver un video en el que cuatro arquitectos superestrella, Frank Gehry, Jean Nouvel, Norman Foster y I.M. Pei describen (y a su vez defienden) sus respectivos proyectos de museo, a construirse en el Golfo Pérsico, más precisamente en los emiratos de Qatar y Abu Dhabi.

Estos proyectos forman parte de la creación de una serie de megacentros culturales en un pequeño conjunto de inhóspitos y millonarios países regidos por emires deseosos de hacer de su región un polo turístico en base a grandes marcas y grandes nombres (de artistas, de museos, de arquitectos). Una sucursal del Louvre cuya construcción y franquicia representarán una inversión total de más 1300 millones de euros y una más barata pero no menos impactante réplica a gran escala del Guggenheim de Bilbao en una superficie de 140 km cuadrados. Resulta llamativo escuchar la sorpresa que manifestaron los mismos arquitectos por haber sido convocados – en realidad, en las entrevistas realizadas por el New York Times ellos mismos describen de modo simpático la desorientación que les causó el no poder encontrar “punto de referencia” alguno (fuere el mismo geográfico, arquitectónico, natural, cultural) que les sirviera para desarrollar su concepción del proyecto. Casi como si los hubieran invitado a diseñar edificios para poblar la superficie de Marte.

En un alarde de autopromoción y repetición de las fórmulas que lo distinguen, Frank Gehry esboza un proyecto para una sucursal del museo Guggenheim a realizarse en Abu Dhabi, confesando que realizó su trabajo “como un hombre ciego que se orientaba a oscuras dentro de esta cultura”, intentando armar algo que le gustara a los emires. Llama la atención el desconocimiento del arquitecto norteamericano hacia la cultura árabe, dado que ni siquiera conocía las mega-mezquitas de la gloriosa Estambul (importantes exponentes de la arquitectura del Imperio Romano de Oriente, con una historia de superposiciones culturales que vienen dándose desde hace más de un milenio).

Desconocimiento que él mismo manifiesta contándonos que después (sólo después) de haber efectuado su diseño de módulos abarrotados y superpuestos, de casualidad se topó con la mezquita de Süleymaniye, la cual consiste (oh, ¡sorpresa!) en un gran cuerpo central rodeado de numerosos cuerpos cilíndricos y poligonales de tamaños diversos.

“Milagrosamente” (dice Gehry, desconfiando de la propia efectividad de su diseño), este proyecto que aparenta ser una ciudad colapsada, con “conitos” o (“teepee shapes”, en sus propias palabras) aplastándose entre sí, le gustó mucho a los inversionistas, que “por una coincidencia telepática” lo aprobaron sin mayor problema. Todo sea por cubrir 140.000 m2 con la firma de un arquitecto famoso.

En sí, el proyecto de Gehry pareciera ser una ilustración del concepto de “ready-made” en arquitectura, que ya hace más de 10 años teorizaba Jean Baudrillard. Como si una computadora pudiera tirar líneas al azar y renderizar algún edificio consistente en un complejo juego de curvas y contracurvas, con el justo cálculo de estructuras como para lograr que el mismo no se derrumbe, y siga manteniéndose en pie. Una serpiente arquitectónica, una delirante sinusoide que se muerde la cola en la puerta de entrada.

El desafío sería entonces, construir (re-construir) algunos edificios emblemáticos de la arquitectura europea en el desierto. En el desierto cultural, básicamente. Levantar sucursales de la cultura occidental para poder plantar nuevas producciones, allí donde nada nunca floreció. Muy a tono con la política exterior norteamericana, Gehry construye en Abu Dhabi una base museal que responderá a las directivas de la gestión del museo central en Nueva York.

Un poco menos sorprendido que su colega norteamericano, Jean Nouvel sí encuentra, al menos, alguna referencia en la que inspirarse. Muy en el estilo francés, se fascina con los precarios zocos (mercados) del Maghreb y de la península arábiga. A pesar de su mirada romántica sobre la precariedad de la economía en los países árabes y las condiciones de subdesarrollo material que posibilitan los agujeros en los techos en los que él observa belleza y personalidad, el proyecto de Nouvel parece más coherente, habiendo podido correrse un poco del “diseño intuitivo” de Gehry para intentar realizar una obra que interactúe con el entorno y a su vez proteja de sus inclemencias. Una especie de oasis con techo acanalado, una enorme sombrilla porosa que será en sí misma una “ciudad” (un quartier en el cual uno podrá quedarse).

Esta sucursal del Louvre no constituye ninguna novedad en materia de museos sino que es de modo manifiesto una franquicia, que espera atraer turistas gracias a su famoso nombre y a la promesa de albergar obras de arte europeo – seguramente menores- pero de grandes maestros, con las que millones de japoneses querrán fotografiarse. No poca controversia se desató en Francia cuando este acuerdo se hizo público – el nombre del Louvre sería prestado durante 30 años a las autoridades del emirato para que puedan sacar provecho de la imagen-marca. Ya ni los museos parecieran ser auráticos en la era de la reproductibilidad técnica, aunque esto sea literalmente imposible en el caso de la arquitectura. Resulta extraño (y anacrónico) pensar en contemplar un Manet en otro lugar que no fuera un palacio parisino o al menos en un edificio neoclásico derruido, en alguna capital afrancesada del Cono Sur. El diseño en forma de “plato volador” que cubre la estructura del nuevo Louvre es muy elocuente : la Nave Madre de los museos se ha posado sobre el Golfo Pérsico.

El caso de Sir Norman Foster va más al grano: es un homenaje a la realeza qatarí. Este edificio, puramente monumental, presenta la innovación técnica de rigueur que todo arquitecto de vanguardia debe ofrecer sus proyectos. Según el mismo arquitecto, el edificio consiste en una metáfora simple: las formas del mismo se asemejan a las alas de aquellos halcones que los reyes árabes cazaban por deporte – un homenaje a la aristocrática práctica del falconing. Su monumento a la monarquía se asemeja a un mall por sus colores, sus palmeras, sus grandes espacios recorribles y la altura de sus techos. Lamentablemente aún no está disponible el diagrama del food court (cuyo proyecto desconocemos pero podemos asegurar existirá –  donde esperamos que al menos se sirva falafel y kebabs: el colonialismo cultural tiene sus límites).

El intentar trabajar con elementos “del lugar” para otorgarle “color local” al proyecto, la necesidad de agregar capas de material e innovaciones tecnológicas para dotar de “artisticidad” al producto no son más que intentos inútiles de disfrazar al museo de algún tipo de significado novedoso o de “innovación arquitectónica”. Apuntan así a atraer a posibles turistas, sedientos de beber de la siempre verde fuente de la vanguardia. A esto se suma, en el caso de Foster, la ilusión de “sustentabilidad” del proyecto, que incluye innovaciones en cuanto al sistema de refrigeración pero que esconde a su vez la enorme depredación de los recursos naturales de la zona que la construcción del mismo implica.

Por último, el ya nonagenario I.M. Pei – discípulo de Walter Gropius y el único con sangre al menos oriental en toda esta historia –  estalla en risas, divertido, al describir la propuesta que le hicieron: “Puedes construir lo que quieras, hacer islas artificiales, todo puede cambiarse”, en un desierto insólito, con presupuesto ilimitado. Casi un espacio de videojuegos, una realidad virtual estilo Second Life, donde un rey dadivoso nos brinda el espacio y los recursos para construir lo que queramos. Llamativamente, a pesar de las posibilidades infinitas que le fueron ofrecidas, Pei realizó un edificio muy sobrio, combinando el minimalismo moderno con la arquitectura del ziggurat antiguo. Sí, la primera arquitectura en construirse en el Planeta Tierra fue efectivamente realizada en el “desierto”, en la Mesopotamia. Ahí nomás de ese terreno yermo “sin historia alguna”. El Museo de Arte Islámico es un edificio simple, respetuoso y efectivo. Ni franquicia ni sucursal, no se exhiben grandes tesoros del arte europeo sino grandes tesoros del arte islámico, un arte que no por iconoclasta deja de ser digno de ser apreciado (más bien todo lo contrario, y al que es urgente empezar a al menos intentar entender).

Más allá de lo tristemente gracioso que pueda parecer el desconocimiento y la desorientación de varios de estos diseñadores, sorprende también la actitud de los emires comitentes. Esta voluntad de “occidentalización” nos remite a los peores planes de reconfiguración territorial que se han dado en naciones no muy lejanas – y probablemente vayan a continuarse en países vecinos como el tan controversial, temible y apetitoso en petróleo Irán, cuyas costas se sitúan a unos escasos 200 km del nuevo Louvre a abrirse en 2012.

Muchas preguntas nos quedan flotando a partir de esta estampida constructiva en los Emiratos: ¿Con qué se llenarán estos museos? ¿Quiénes se encargarán de curar estas enormes salas, y a qué políticas institucionales y culturales responderán? ¿Es sensato construir edificios para albergar tesoros artísticos sobre una burbuja de petróleo a punto de estallar, basándose en la especulación con la actividad turística como único sostén económico del proyecto? ¿O es esto simplemente una nueva “lavada de cara” (artwashing?) en esta intrigante región del mundo en la que se purgan las culpas de las corporaciones petroleras como si se tratara de un esponsoreo a alguna fundación benéfica?

Sólo el tiempo dirá, o mejor dicho, las fuerzas del mercado y el precio del barril de crudo. De más está decir que estas islas museales podrían ser un blanco ideal para un ataque iraní, o de cualquier otro tipo. Este rejunte de obras valuadas en millones de dólares, situadas sobre islas artificiales en una zona de conflicto, parece ser un alarde de ostentación completamente desvergonzado, en una época donde parece que aún puede tirarse petróleo al techo.

 

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