El fin de la inocencia
Nan Goldin, Larry Clark, Jenny Holzer y otros en una muestra colectiva en el MALBA
Testimonio de la decadencia norteamericana, la muestra Bye Bye American Pie abarca más de un centenar de obras de artistas estadounidenses de los 70 y los 80, muchas de ellas nunca vistas en la Argentina.
«El día en que la música murió» debe ser sin lugar a dudas el verso más potente dentro de Bye Bye American Pie, aquella pegadiza balada versionada mil y una veces por los íconos del rock y el pop americano. La muestra que se exhibe por estos días en el MALBA, bajo la curaduría de Philip Larratt-Smith, es un relato de ese largo y penoso día.
Tomando como punto de partida las complejas psicologías de estos pesos pesados del arte estadounidense de los 80, Larratt-Smith nos guía a través de un tortuoso pero conmovedor recorrido por las venas abiertas de esa América que se desangraba lentamente tras la fachada del dominio político mundial y una gran explosión de consumo. Bajo el maquillaje de la gloria se escondía una cara surcada de cicatrices, golpes y rímel corrido, como la que vemos en el autorretrato de Goldin Nan one month after being battered (1984) que es, más que una denuncia, un reconocimiento del propio estado emocional: esta soy yo y no voy a esconderlo.
El drama personal de Goldin, desgarradoramente exhibido en su obra más famosa, The Ballad of Sexual Dependency, se ve expuesto en fotografías de su vida diaria, de sus amigos, sus dolores y sus amores. Unas cuantas fotos en la sala de la exposición se convierten en instantáneas de la decadencia, no tanto de la vida de una mujer como de la vida de un país: un cuarto con las paredes llenas de sangre, una chica de flacura impactante y piel transparente curtida por la drogadicción, un brazo venoso que se extiende sobre la sábana de una cama de hospital, dos hombres musculosos de mirada enamorada sentados frente a un ventanal en Nueva York cuando la palabra SIDA era sinónimo de exclusión social, de desamparo y de muerte.
Entrando a un pequeño cuarto puede verse la versión completa de esta obra de Goldin, una proyección a modo de slideshow de todas esas fotos que la autora sacó con gran cariño y devoción a lo que en ese momento era su mundo privado: fiestas, bares, abrazos, amigos, novios, sexo, drogas y amor. El descarnado cortometraje termina mostrando lápidas de parejas que decidieron ser enterradas juntas. La Balada de la dependencia sexual es un monumento a aquella juventud que pudo perderlo todo, pero nunca pudo dejar de amarse.
La serie Tulsa, de Larry Clark, se encuadra dentro de un espíritu similar: drogas, violencia, pobreza, desesperación. Exhibidas dentro de asépticos folios transparentes que les dan un aire de documento policial, estas fotos son parte de la autobiografía de Clark, que, a la vez que Goldin, está decidido a no esconder nada: se ven escenas de sexo, juegos con armas e inyecciones de metanfetamina. «Una vez que la aguja entra, no sale nunca más», dice el autor en una línea del libro en el cual estos retratos fueron publicadas por primera vez. Tal vez se refiera una aguja real o una metafórica, dado que las drogas duras habían llegado a Estados Unidos para quedarse, y hasta hoy es uno de los grandes problemas —entre otros tantos— con los que el gobierno, sin éxito, debe lidiar.
Jenny Holzer está presente en la muestra con la serie Living (1981), de 18 letreros pintados a mano sobre metal con mensajes escritos, derivada de su famosa serie Truisms, finalizada dos años antes, donde aforismos de una inquietante profundidad reflexiva eran escritos, pegados o proyectados en lugares de la ciudad estratégicamente seleccionados, en una táctica de guerrilla que hacía que el arte —y el pensamiento— se insertaran de improviso en los lugares menos pensados de la gran urbe. Así como Jenny Holzer proyecta frases en pantallas de LED, Barbara Kruger, otra de las artistas exhibidas, explora el alto impacto de la estética publicitaria: escribe sus máximas en letras mayúsculas, sobre grandes lienzos, en letras blancas sobre un fondo rojo carmín. Ambas parecen decirnos: acá estamos las mujeres. Kruger es crítica y sarcástica a la vez: «Es un mundo pequeño (si no tenés que limpiarlo)», dice uno de sus enormes carteles. Lo personal es, definitivamente, político.
Por último, más allá del valor de shock que muchas obras de la muestra poseen, la obra que más revuelo y sorpresa genera es la de Paul McCarthy. Train, Mechanical, una escena de sexo explícito protagonizada por muñecos de látex que representan a George Bush (por partida doble) y un grupo de chanchos. Estos muñecos no son pasivos maniquíes, sino animatronics manejados por complejos mecanismos similares a aquellos que pueden verse en Disneyworld, cuyos movimientos parecen tan «reales» que impresionan. La caricatura y el uso del humor son constantes dentro de la obra de McCarthy, quien, con ironía, vincula la cultura del entretenimiento con el sometimiento político. A la vez que nos fascinamos viendo el movimiento cinematográfico de estos muñecos que parecen vivos, Bush y sus secuaces se encargan de hacer de nosotros lo que quieren. Vale citar aquí a Theodor Adorno en sus consideraciones sobre la industria del entretenimiento y la distracción: «Si los dibujos animados tienen otro efecto fuera del de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmo, es el de martillar en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual, es la condición de vida en esta sociedad. El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad reciben sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos». Las obras de Bye Bye American Pie intentan movernos de ese lugar de acostumbramiento, de quebrantamiento y de anestesia frente a los golpes; no al mostrarnos realidades lejanas, sino al hacernos pensar, más que nada, en aquello en lo que nos hemos convertido.
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